Emprendimientos de economía circular generan empleo y valor agregado en lo que otros tiran
Cada día, los latinoamericanos generamos un kilo de desechos per cápita que, en el mejor de los casos, van a parar a rellenos sanitarios colapsados, cuando no a basurales a cielo abierto. Sin embargo, más de la mitad de aquello que desechamos podría reutilizarse o reciclarse, evitando daños ambientales y generando nuevos empleos.
Es decir, si en lugar de tirarlos los desechos se separan en su origen y se procesan, se pueden recuperar y convertir en insumos para la industria. Esto crea lo que se llama economía circular, cuando los materiales se reaprovechan y vuelven a insertarse en el sistema productivo, representando una oportunidad de desarrollo económico con impacto social.
También están las iniciativas de trueque, que permiten un reciclaje en el uso de los materiales de consumo. Por ejemplo, durante la crisis de 2001 en la Argentina, los clubes del trueque fueron los precursores de esta vertiente, que hoy se traduce en comunidades de intercambio por medio de redes sociales. “Mamás Recirculando” es uno de los grupos iniciadores de la movida a través de Facebook. Tiene más de 400 integrantes que ofrecen y toman todo tipo de productos y servicios, desde ropa y juguetes hasta electrodomésticos y muebles. Las transacciones no involucran dinero. «Lo hacemos porque, al desprenderse de algo que uno ya no usa, llega lo que estamos necesitando”, dice Erika Falazar, una de las fundadoras.
«En América Latina, el enfoque de economía circular no solo es ambiental, sino que tiene un fuerte impacto social», sostiene Gonzalo Roqué, director del Programa Regional de Reciclaje Inclusivo que la Fundación Avina impulsa junto al Banco Interamericano de Desarrollo (BID), firmas como Coca Cola y Pepsico, y la Red Latinoamericana de Recicladores.
«La industria del reciclado es una oportunidad de generar empleo, pero para esto debemos cambiar la mirada estigmatizante que toma al reciclador como un problema, cuando en realidad es parte de la solución porque aporta un servicio», destaca.
Toda vez que arrojamos algo a la basura se genera un costo, tanto por el transporte y disposición de ese residuo, como por su falta de aprovechamiento. Pero si en lugar de tirarlos, los desechos se separan en origen y procesan, se pueden recuperar y convertir en insumos para la industria. Foto: Julieta Ortiz
Según estimaciones del Banco Mundial, unos cuatro millones de latinoamericanos se dedican a la recolección, separación y reventa de materiales reciclados. La mayoría lo hace en la informalidad, sin acceso a derechos laborales básicos, retribución justa y cobertura de salud. El desafío es incluirlos en el sistema formal, por medio de microempresas o cooperativas, y en este camino existen ejemplos exitosos en varios países de la región.
Surgida durante la crisis de 2001 y 2002, cuando la economía argentina implosionó provocando niveles récord de pobreza y desocupación, “El Amanecer de los Cartoneros” es hoy la mayor cooperativa de recicladores del país, con más de 3.500 asociados.
Esta organización social, que forma parte del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), impulsó junto a otras entidades de la sociedad civil la formalización de los recolectores en cooperativas de trabajo y logró en la ciudad de Buenos Aires la incorporación de 12 cooperativas al sistema de recolección urbana de residuos.
Desde 2010, la capital de Argentina tiene un sistema mixto de recolección por el cual los residuos húmedos domiciliarios son retirados por empresas y los sólidos, por cooperativas. Los recicladores perciben por su tarea un incentivo equivalente a un salario básico (unos US$250), que se completa con ingresos por la venta de los materiales que recuperan. Además, el estado municipal cubre los gastos de transporte de los materiales, provee la ropa de trabajo, espacios de acopio y máquinas en consignación.
En varias de las cooperativas funcionan, además comedores comunitarios, bachilleratos populares donde los trabajadores pueden terminar sus estudios secundarios y guarderías infantiles para evitar que los recicladores salgan con sus hijos a cartonear por no tener con quién dejarlos.
«Hoy parece increíble lo que se logró», cuenta Roberto Pitu Gómez, presidente de la cooperativa “El Alamo”. La entidad se conformó a partir de una asamblea vecinal en el barrio de Villa Pueyrredón, una zona de Buenos Aires tradicionalmente de clase media, cuyos pobladores habían quedado en su mayoría desocupados en 2001 y empezaron a organizar comedores y merenderos populares junto a centenares de cartoneros que llegaban desde las afueras de la ciudad todas las noches, para rescatar materiales y comida de la basura.
«Estábamos sin trabajo y los veíamos a ellos que estaban peor, y así empezamos a organizarnos. Un vecino nos prestó un local, yo conseguía donaciones de una empresa láctea en la que había trabajado toda la vida, y así cada uno aportaba lo que podía. Pero también se armaban discusiones, porque no todos en el barrio estaban a favor de los cartoneros», recuerda Pitu.
Roberto “Pitu” Gómez, desocupado, y Alicia Montoya, docente, impulsaron la creación de la cooperativa El Álamo junto a vecinos de su barrio y centenares de cartoneros que llegaban desde las afueras de la ciudad por las noches, para rescatar materiales y comida de la basura. Hoy trabajan allí 150 personas. Foto: Gabriela Ensinck.
Él, junto a Alicia Montoya, docente y militante social, lideraron la conformación de la cooperativa donde trabajan 150 personas en dos turnos y hoy cuenta con un predio para tratar los residuos, máquinas enfardadoras, cintas transportadoras y balanzas electrónicas, entre otros equipos cedidos en comodato por la ciudad de Buenos Aires.
Es que no solo se están recuperando materiales sino también personas. «En 2001 no conseguía trabajo y empecé a cartonear porque no me quedaba otra. Sobrevivía juntando cosas en la calle. Pasé frío, una vez me chocaron y me rompieron el carrito. Pero en la vida uno tiene oportunidades y yo las tuve», cuenta Roberto Díaz, integrante de “Tras Cartón”, un emprendimiento productivo con materiales reciclados que se creó dentro del MTE.
«Viviendo en la calle pude estudiar diseño por un programa del gobierno y viajé a Suiza para armar, junto a otros compañeros, una escenografía de cartón para un teatro», cuenta. Pero tal vez su mayor orgullo es haber construido «una cruz de cartón que le regalamos al Papa Francisco, como esa pero más grande», señala entre los objetos que se apilan en el taller de la cooperativa; un galpón abandonado que hoy reluce con mesas de trabajo, máquinas y estanterías. Allí, los embalajes, vidrios, plásticos y metales que otros tiran, con trabajo se transforman en adornos, cuadernos, bolsos, mochilas, bancos, lámparas, mesas y juguetes.
Hoy Roberto Díaz trabaja en “Tras Cartón” con su esposa, uno de sus hermanos y su papá, quienes, a su vez, capacitan a jóvenes que pasan de recolectar en la calle a tener un oficio. Muchos de ellos, mientras recuperan materiales, se recuperan de adicciones a las drogas.
«Este trabajo es desafiante y me reconcilió con mi profesión», cuenta María Sánchez, diseñadora industrial de la UBA y coordinadora del taller. «Reciclar es transformar a los materiales y a las personas también dándoles herramientas para que puedan tener un trabajo y una perspectiva a futuro. Acá creamos juntos los diseños con la premisa de aprovechar al máximo los materiales, haciendo objetos funcionales, estéticos y fáciles de producir. Nos gustaría crecer y tomar más gente; pero para eso necesitamos mayor escala. Necesitamos que la gente separe los residuos en sus casas para que nos llegue la mayor cantidad de material en buenas condiciones. Así podríamos producir, vender más y generar más empleo», destaca.
Integrantes de la cooperativa Tras cartón. Además de los talleres donde se produce y a la vez se aprenden oficios, funciona un comedor y un bachillerato popular.
Sin embargo, a nivel país, la organización y gestión de los residuos es muy desigual y depende de cada gobierno local. En algunas ciudades y pueblos, el cirujeo (recolección informal) está penalizado y los recicladores son perseguidos y hostigados por la policía y por vecinos que los discriminan.
«La última estrategia nacional de gestión de residuos es de 2005, no hay una versión actualizada, y en muchos casos queda librado a las autoridades locales y a las empresas que deciden cuánto pagar por los materiales que se reciclan», comenta Florencia Rojas, coordinadora del Programa Nacional de Reciclaje Inclusivo de la Fundación Avina.
«Muchos materiales que son reciclables no se recuperan simplemente porque no hay un mercado para ellos. Hace falta una Ley de Envases y una Ley de Responsabilidad Extendida del productor, que obligue a las empresas a hacerse cargo de los embalajes y residuos post-consumo, pero los distintos proyectos que se han presentado quedan frenados en el Congreso», apunta Rojas.
Estas iniciativas generan diferentes instrumentos fiscales y financieros para que, quienes producen y comercializan bienes de consumo, se hagan corresponsables por la gestión de los desechos que generan. Algunos ejemplos de estos instrumentos son tasas o impuestos por cada envase plástico en circulación, con el fin de promover sistemas de recuperación y logística inversa. Desde la industria proponen, en cambio, que se otorguen beneficios fiscales a aquellas empresas que se hacen cargo de sus residuos y envases post consumo. El desafío en nuestra región es que esos esquemas promuevan el reciclaje inclusivo, en lugar de generar sistemas paralelos que compitan con él.
Así las cosas, desde hace 15 años descansan varios proyectos en el parlamento argentino. El país se encuentra rezagado respecto de otros de la región como Chile y Colombia, que ya cuentan con este tipo de leyes.
«Reciclar es transformar a los materiales y a las personas también: dándoles herramientas para que puedan tener un trabajo y una perspectiva a futuro”, dice María Sánchez, diseñadora Industrial y coordinadora del taller Tras Cartón.
Un nuevo paradigma
Basada en la premisa de las 4R (reducir, reutilizar, reciclar y revalorizar los materiales), la economía circular «representa un cambio de paradigma del cual el reciclado es solo una parte, y en general ocurre cuando ya se produjo el desecho», advierte Luis Lehman, ex director de Espacios Verdes de la Ciudad de Buenos Aires y autor del libro «Economía Circular, el cambio cultural» (Prosa Editores).
«Para que el residuo de un proceso se transforme en insumo de otro hay que pensarlo desde el diseño, con estrategias «C2C» (de la Cuna a la Cuna)», afirma Lehman. El primer paso es no generar ese residuo al terminar el ciclo de vida de un producto. «Si es inevitable, lo mejor es reutilizarlo. Si no se puede, hay que transformarlo mediante el reciclaje, lo que suele tener un costo. Si esto no es posible, se puede quemar para generar energía y, como última instancia, optar por su disposición final tomando las precauciones del caso según se trate de un residuo común o peligroso», comenta el especialista.
Repensar cómo fabricamos los productos industriales y cómo lidiamos con ellos al final de su vida útil podría reducir la cantidad de materia prima nueva y energía necesaria en más de un 80%, de acuerdo con estimaciones de ONU Ambiente.
En tanto, un informe publicado en el marco del Foro Mundial de Economía Circular de Yokohama, Japón, señala que la reutilización de materiales al final de su vida útil permite reducir las emisiones de gases de efecto invernadero entre 79 y 99%, según el sector industrial.
Esta «revalorización de los materiales es beneficiosa para los gobiernos, la industria y los consumidores», destaca Lehman en su libro. Los gobiernos podrían generar empleos verdes y estimular el crecimiento económico; la industria podría reducir los costos de producción, evitar las limitaciones de recursos para el crecimiento del negocio y abrir nuevos segmentos de mercado; mientras que los clientes podrían beneficiarse de precios más bajos para productos restaurados.
Actualmente, la «remanufactura» representa solo el 2% de la producción en los Estados Unidos y Europa. Se estima que en América Latina la proporción es igualmente baja, por lo que «hay muchísimo por hacer en este sentido», destaca Lehman.
En definitiva, la implementación de la economía circular en Argentina y en América Latina, presenta varios retos y oportunidades. Hacen falta regulaciones que la impulsen, pero también un cambio cultural y educativo. El esquema lineal basado en la extracción, producción, consumo y desecho de los materiales ya no es viable. El cambio hacia un modelo donde los recursos sean aprovechados y reintroducidos al sistema productivo, no solo evita la contaminación y reduce la emisión de gases de efecto invernadero, sino que genera empleos y desarrollo económico.
Este reportaje es parte de la alianza entre ActionLAC, plataforma coordinada por Fundación Avina, y LatinClima, esta última con apoyo de la Cooperación Española (AECID) por medio de su programa ARAUCLIMA, con el fin de incentivar la producción de historias periodísticas sobre acción climática en América Latina.
La huella de nuestro consumo
Según un estudio realizado por Economist Intelligence Unit en 2017, la economía circular podría generar en América Latina y el Caribe un incremento del Producto Interno Bruto (PIB) de entre 0,8% y 7%, crecimiento en empleos de entre 0,2% y 3%, y reducciones en las emisiones de carbono de entre 70% y 85%.
Cada objeto que compramos o consumimos tiene detrás una huella ambiental. Un simple vaquero o jeans requiere, en toda su cadena de producción, más de 3.000 litros de agua y genera 13 kilogramos de emisiones de dióxido de carbono, según un estudio de la Agencia de Medioambiente y Control de Energía de Francia (Ademe).
El riego para la producción de algodón requiere unos 1.000 litros de agua por cada prenda, en tanto que los sucesivos lavados a los que se somete el denim, la tela básica de los vaqueros, requieren de otros 2.000 litros. Además, durante el proceso industrial se utilizan no menos de medio kilo de sustancias químicas, principalmente cloro, y unos 10 kilos de colorantes. Algunos, como el Blue 19, permanecen activos por más de 40 años.
Los alimentos que consumimos también generan una huella hídrica y ambiental muchas veces ampliada por el desperdicio. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) calcula que un tercio de la producción mundial de alimentos termina en el cubo de la basura, generando costos en riego, utilización de agroquímicos, combustible para los traslados y refrigeración.
Un estudio de la Fundación Aquae, enfocado en la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), señala que se necesitan unos 2.500 litros de agua para elaborar medio kilo de queso, 2.400 litros para una sola hamburguesa, 1.700 litros para medio kilo de arroz y 70 litros de agua para una manzana.
En el caso de los electrodomésticos y electrónicos de consumo, su huella ambiental se ve ampliada por la “obsolescencia programada”, que determina -desde la fabricación- la caducidad de su ciclo de vida. De este modo, los teléfonos móviles tienen una vida útil promedio de tres años, al término de los cuales el equipo se vuelve más lento, su batería se agota más rápido o simplemente se ven superados en diseño y prestaciones por un nuevo modelo.
Como resultado de esto, hoy en el mundo se generan 50 millones de toneladas de desechos electrónicos provenientes de celulares, computadoras, equipos electrónicos y electrodomésticos en desuso. El volumen es tal que alcanzaría para levantar 4.500 torres Eiffel y tapizar toda la isla de Manhattan.
Según un informe del Foro Económico Mundial, este desperdicio representa un valor superior a los 62.500 millones de dólares (más del 10% del PBI de la Argentina).
Actualmente, solo un 20% de los desechos electrónicos se reciclan formalmente. Sin embargo, la mal llamada “basura” electrónica contiene elementos potencialmente tóxicos como mercurio, cadmio, níquel y cromo, y algunos muy valiosos como oro y cobre y níquel, que pueden ser recuperados y reciclados sin necesidad de extraerlos mediante la minería.
Fuente: Latinclima
Autora: Gabriela Ensinck
Créditos de las fotos: Julieta Ortiz, ANCOM